de Laura Frost


Okupa-do


       Esta mañana, mientras desayunábamos (aunque tú no estabas, porque nunca estás) he derramado el café sobre el periódico. Eso no ha sido dramático, será porque ya hace mucho tiempo que practico el arte de perder, aunque el camarero ha parecido ofuscarse por tan nimio incidente. No tenían más periódicos. Yo he preferido mordisquear la tostada y pedir otro café (americano y en taza, como a ti te gusta) y luego he olvidado contarte que ayer se quemaron las galletas y que se suspendió el club de lectura por la lluvia. La lluvia siempre consigue desbordarlo todo. Supongo que mi olvido se debía a que intenté encontrarte entre los posos del café. A mi lado, siempre enfrascado en la lectura de su ajado ejemplar de Las flores del mal (nunca entenderé qué ve la gente en Baudelaire), estaba el chico del centro social ocupado. Yo creo que solo lee una página al día y cuando termina vuelve a empezar como los ratones en las ruedas de sus jaulas. Tiene una estrella tatuada en el brazo y los pelos se le asemejan a unos alfajores larguísimos. Nunca te he hablado de él (será porque nunca vienes) pero tiene un perro además de un libro. Y desprende un olor que lo inunda todo, tanto que huele desde lejos. Pobre vagabundo del extrarradio del mundo, apesta a soledad…, como yo.






Danzad malditos

       Cuando nos quedamos dormidos en los sitios encantados es cuando nos damos cuenta de que realmente lo están. Y los sueños se muestran vívidos, tangibles como el bocado que asestamos a una fruta en verano. Y el lugar encantado, aunque sea gris y el tiempo transcurra como un mar en calma donde nunca pasa nada, es cálido. Entonces aparece un apuesto caballero, que se nos antoja Francis Scott Fitzgerald porque leímos todas sus novelas y nos enamoramos de él, para sacarnos a bailar. Quizás sea el paisaje más inhóspito y el fuego de una hoguera amenace con destrozar la seda que nos protege, pero nos sentimos felices. O al menos, eso creemos. Es muy probable que aún no nos hayamos dado cuenta de que danzamos en el mundo de los muertos. Pero para cuando ese momento llegue, habremos bailado y reído tanto, que quizás no importe.






El tiempo detenido


       Pedro murió el año pasado. No hace tanto tiempo, aún estamos en febrero. Y nada se ha parado, aunque a veces sienta que pueda ver hasta las motas de polvo gravitando entre la nada de los días y, sobre todo, porque creo estar viviendo en un tiempo detenido. Pero, en realidad, todo sigue igual.
       El viaje a Italia había sido idea de mi hermana, ella es así, le gusta viajar. A mí lo que me gusta es mi hermana. Metí cuatro cosas en una maleta de mano y me subí al avión con el convencimiento de que todos murmurarían acerca de mi total falta de tacto por viajar en un luto reciente. No me importó, nada importa cuando el tiempo se detiene.
       Verona es una ciudad hermosa. Italia entera lo es, pero allí también se queda el tiempo suspendido. Es como un fantasma que va contigo y hace que el silencio de las cosas pese todavía más. Ella dice que lo mejor que podemos hacer con nuestros fantasmas es sacarlos a pasear, pero yo creo que al mío no le agrada viajar. A Pedro tampoco le gustaba.
       Fabrizzio trabajaba de recepcionista en el hotelito que mi hermana nos había conseguido. Era guapo. Todos los italianos parecen serlo de algún modo. Me sonreía y me dirigía piropos en ese idioma cantarín e inteligente que ellos han tenido el don de desarrollar.
       Mi hermana me disculpó la ausencia una noche justo después de los postres, en realidad, ella siempre me disculpa. Supongo que creyó que el apuesto muchacho amortiguaría mi dolor. Yo también lo creía, y lo hizo, aunque solo durante un rato. Después el tiempo volvió a congelarse y yo preferí escabullirme entre las sábanas mientras él dormía.
       Ahora tengo un retraso en el periodo de dos semanas. También una maleta sin deshacer y un montón de suvenires que no sé a quién regalar. Voy camino de la farmacia decidida a comprar dos cosas: una prueba de embarazo y un chupete. Algo me dice que lo voy a necesitar.